Al parecer cada tanto en la historia de la humanidad aparecen unos seres que, por una insólita coyuntura de cinrcunstancias parecieran propender continua y frecuentemente hacia el desamor. Y se les da bien ese vivir en las profundidades de su malestar, lo hacen con plena naturalidad y se desenvuelven de maravilla en las artes melancólicas de la aciaga malquerencia. Estos
individuos –sensibles por definición- son unos empedernidos adeptos a las penas del corazón,
unos obstinados, auténticos paladines de las causas perdidas que se sienten
cómodos en la nostalgia y en el anhelo de la persona amada. Vienen y van,
algunos recorriendo las calles de la desesperanza, y orgullosos –mas no
felices- se pasean para que las personas
puedan ver las sonrisas marchitas y la tristeza en sus ojos y las lágrimas
contenidas, reservadas para las almohadas en las noches de máxima melancolía. Otro
comportamiento muy característico de estos personajes es que buscan refugio en
poemas, canciones y lugares que reclaman como propios porque ayudan superlativamente
a recrudecer su pena, traen a flote los más
dulces recuerdos y porque, seguramente,
ninguna otra persona en el mundo ha logrado sentir a ese nivel esas palabras,
ese paseo bajo la luna, ese menú en el restaurante o esas letras que por razones
inverosímiles pareciera que alguien las escribió justa y únicamente para ellos.
De ahí por qué resulta tan fácil identificarlos cada vez que caminan con
profunda añoranza esas mismas calles, o cantan con mucho corazón y poca
afinación esas canciones por demás ridículas, -claro, el amor en rigor debe
serlo-, o cuando pronuncian el nombre del depositario de sus más nobles cobardes
pensamientos. Y aunque no es mi intención demeritar en lo más mínimo la razón
de ser, las motivaciones, desmotivaciones y desavenencias de estos
incomprendidos seres, que tan necesarios y convenientes resultan a la sociedad,
he de decir, y con mucha seguridad, que muy pocos de ellos han padecido o
disfrutado del peor de los males del corazón, de aquel que nadie sabe ni quiere
afrontar, pues mucho sabemos de cómo asumimos las tristezas, las pérdidas, las
despedidas y los desengaños, pero muy poco sabemos de sobrellevar un desamor
causado por una relación que nunca inició. ¿Cómo extrañar a esa
persona que tanto nos hubiera gustado conocer?, ¿Cómo inventar un recuerdo romántico
que resulte doloroso? ¿Cómo imaginar con certeza una feliz reconciliación? Dejarlo
todo al imaginario no alcanza, no produce esa deliciosa tristeza a la que
resulta tan fácil aferrarse, ¿cómo añorar unas palabras que nunca se dijeron y
el dolor de una herida que nunca se causó? Es cruel y desolador, efímero y a la
vez duradero, y a la vez tonto y patético y hermoso y extravagante y noble. Es así
como la confusión es total, es así como
la fascinación que nunca empieza tampoco termina, es así como forzosamente el
tiempo debe borrarlo todo –otra vez el tiempo- llevándose las arenas de la
miseria, para dejarnos de nuevo expuestos al viento y al sol, y a la batalla
perdida y a los menús en los restaurantes.
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