domingo, 22 de enero de 2012

Geometría de la comedia

Creo que en la historia de la humanidad jamás el hombre fue expuesto a revelación tan siniestra como la que recibió de manos de Dante. No quiero con esto menospreciar tantas y tantas historias, narraciones, metáforas, relatos orales y escritos que moldearon históricamente la cosmovisión de los pueblos. La inspiración poética, filosófica, artística y en los demás ámbitos auténticamente humanos a los que haya influenciado su monumental comedia no dan mucho lugar a la insolencia, si es que fuere mi intención con este escrito  realizar un análisis de cualquier índole acerca de la mencionada obra. Por tanto solamente me limito a  remarcar el espanto que me produjo enterarme de la macabra formación cónica del  infierno ahí descrito. Ni los funestos personajes místicos, ni la detallada y majestuosa narración de las torturas a los condenados generaron en mí tanto terror como esa imagen  cónica, dividida en círculos bien formados y evidentemente diferenciados uno del  otro.
Me pregunto si Dante, en su enorme dimensión fue consciente de la macabra repercusión que la geometría infernal de su imaginario tendría miles de años después y creo que no podría ser de otra forma, y la razón del tremendo impacto es que se me dificulta por más que lo intento, asociar la cotidianidad de mis días, de mi vida, de la historia y de la configuración del destino con una figura que no sea circular. Mañana irremediablemente es lunes y a pesar de los enormes esfuerzos que muchos haremos por sobrevivir al más cruel y desgastante de los días de la semana,  exactamente en siete días lo tendremos de nuevo marcando el devenir de nuestras actividades, de nuevo los huevos para el desayuno, las reuniones en los pasillos, las filas de máquinas monstruosas en las calles atiborradas de gente, todas esas cosas que inexplicablemente se hacen más notorias solo porque es lunes. Esto por nombrar el ejemplo más notorio, el más exacto y -por un efecto creo que de resignación- menos terrible de las formas circulares ya que todos sabemos que la consecuencia de un domingo en familia en las afueras aislados del ruido, o con tus autores favoritos, o pateando un balón y todas esas cosas que parecen estar predestinadas para suceder los domingos, inevitablemente terminan por dar inicio al escalofriante lunes. Lamentablemente no solo las métricas cronológicas que hemos inventado para encasillar nuestro tiempo y darle un orden y un espacio a lo que hacemos -con todo lo triste que resulte- obedecen a una distribución circunferencial, probablemente usted ya lo habría imaginado y coincidiría en que tal vez nuestros antepasados cometieron un error gigante cuando inventaron o si se me permite, descubrieron la rueda. Conclusión por demás controversial puesto habrá quien se indigne al pensar que alguien intenta  subestimar lo que indiscutiblemente fue un hito en la transformación de la sociedad primitiva. Sin embargo y volviendo a la idea de los círculos de predestinación sería muy fácil concluir que ineludiblemente nuestros primitivos, pero tal vez más felices antepasados terminarían tarde o temprano beneficiándose de la controvertida figura, con lo que el providencial y magnífico hito no sería más que un primer eslabón en una desafortunada concatenación de errores prehistóricos e históricos.
Hasta aquí todo va mal y Dante lo sabía, pero no imagino al poeta supremo inmerso durante tantos años en una conspiración literaria para contribuir a la comisión en serie de suicidios. Sí, también están el purgatorio y el paraíso pero estos no tienen la formación cónica y circular que tanto pavor me producen. Afortunadamente no todos los círculos se rigen por una fórmula geométrica –a mucho pesar de Arquímedes- , la cantidad de ellos nunca resulta ser una cifra discreta, y para alivio de nuestros días, ni siquiera se trata aquí de círculos concéntricos, esto también se explicaría fácilmente ya que ni el más autorizado y prodigioso profesional en medicina podría calcular con exactitud cuánto tiempo va tardar en volver a caer enfermo él mismo. Felizmente la vida nos cambia sin quererlo y casi por azar, de uno a otro círculo de una forma tan drástica que podemos pasar del círculo de los traidores -mientras nos revolcamos en el barro de la culpa y creemos que ya hemos descendido al vértice de la mismísima cónica- a la órbita que inexplicablemente nos conduce a las empinadas cumbres del paraíso y es así, ¿cuántos de nosotros hemos encontrado la felicidad cuando más lastimada teníamos nuestra propia estima?, El gran Julio cuestionaba si el pobre Ícaro sintió tocar el cielo justo cuando se zambullía en el mar Egeo al finalizar sin saberlo su trágico vuelo. Cuando nos enamoramos, en lo más recóndito de nuestros recuerdos, en algún lugar en medio del corazón y las neuronas, sabemos que algo de esa persona quien ahora nos alegra el corazón, tarde o temprano nos va a llevar al sufrimiento, así que iniciamos el círculo en lo más alto de su recorrido con la esperanza de que el descenso y correspondiente posterior y nunca seguro ascenso lleguen de las formas más sutiles y menos nocivas posibles. Sería un error tremendo enamorarse con la esperanza de ir siempre en ascenso –como hacia el cielo-, y mucho menos de estar siempre en una situación estable, porque lo estable tiende a traducirse en cotidianidad, el círculo exacto y previsible de los lunes, una agónica monotonía. Para pasar de un círculo a otro necesitamos ese acontecimiento insólito que logre deformar el perímetro geométrico y matemático de la circunferencia, necesitamos escaparnos un lunes para vernos allí donde tanto deseamos, necesitamos esa manifestación divina del azar, esa motivación, ese algo y ese alguien que haga que todo siempre siga valiendo la pena, el escape que Dante quiso enseñarnos.

viernes, 13 de enero de 2012

Reflexiones automotrices

Reflexiones automotrices

Hoy me di cuenta que tengo una suciedad en el carburador.

Mis conocimientos en mecánica automotriz son tan escasos,  que tengo que admitir que siento una efímera sensación de orgullo por haber llegado a ésta deducción.  Y digo efímera, por que inmediatamente recapacito, me siento, tomo un café y trato de poner todo en orden: me digo que un mecánico de verdad habría concluido que sería un “mugre” y no una “suciedad” lo que tendría ese carburador. Pero está bien; supongo que los términos exactos de la jerga propia de los talleres mecánicos no me van a desviar del tema, cuando  lo que quiero explicar es cómo un tipo que ni siquiera tiene licencia de conducción ha podido, después de un cuidadoso análisis, proferir  tal diagnóstico. Un tipo que nunca en su vida ha abierto una de esas puertas alrevesadas que protegen la maquinaria de los vehículos. Y entonces, mientras magnifico mi perspicaz descubrimiento y siento la satisfacción que debe sentir aquel alumno díscolo y haragán que por obra y gracia de quien sabe que fuerza superior ha logrado aprobar el examen final, de repente así no más me aterra y me causa un pavor escalofriante la certeza técnica de mi audaz descubrimiento: Tengo un “mugre” en el carburador. Apenas natural, pues a cualquiera le resultaría  completamente normal que el carburador de un modelo ochenta y uno haya acumulado alguno de estos “mugres” una, dos o dieciocho veces en su ya considerable tiempo de funcionamiento. No es ningún clásico claro está, pero hace rato dejó de ser un modelo codiciado.  Entonces, la tristeza de haber comprobado el desperfecto que agobia al desgastado carburador, me aterriza, me espanta y ya no me siento orgulloso cuando relato el sensato descubrimiento.
El carburador está diseñado para lograr la eficiente mezcla aire-gasolina que hará que el aparato marche; esto sin importar si el personaje a bordo del automóvil se dirige a su trabajo, a su casa, al bar de siempre con canciones viejas, a la pista de bolos o a la estación del tren donde verá por última vez a esa mujer que roba sus pensamientos cuando los ojos se abren por primera vez en la mañana. Al carburador poco le importa el destino de su dueño, ya que somos unos seres despreciables e invisibles para él, pues su función, como acabo de mencionar, es provocar la puesta en marcha por un efecto de explosión de combustible que desencadena una cuidadosa sinfonía de fenómenos mecánicos que se orquestan con el único propósito de que el usuario se desplace a prisa y muchas veces sin saber siquiera a dónde va, dentro de una concha de metal, vidrio y fibras soberbias que aíslan al conductor del resto de los humanos y le arrebatan la libertad de caminar a donde quiera. Nada de esto le importa a un carburador, al incomprendido, imprescindible y maltratado carburador. Pero resulta que el preciosísimo combustible del que precisa éste carburador es incapaz de producir una explosión, al menos en el sentido tradicional -ese que se refiere a la pirotecnia-. No. Éste combustible no es de esos, pero de seguro éste combustible sí que es capaz de desatar otros cientos de tipos de explosiones, unas del tamaño de Hiroshima; feroces y capaces de consumir todo aquello con que se atraviese en los caminos de su expansión en un destello de abrazo mortal infernal y otras, que apenas producen una llamita débil y pálida que ni siquiera calentaría  al dedo que se deslice sobre su triste y miserable fulgor. Entonces comprendo que el desperfecto, la suciedad, el mugre - cuántos nombres para algo tan grande y tan pequeño-  esa desavenencia que impide la obertura de aquella mágica sinfonía, no podría ser limpiado por un mecánico cualquiera; triste noticia para mí, pobre carburador. Su combustible escarlata en certeza, a veces tan amarillo que da gusto, azulado (a su lado) y de muchos otros colores, no basta para que funcione como debiera. Su desgastada maquinaria cumple apenas funciones básicas con una tristeza y soledad pasmosa, precisa la reparación que le dará el tiempo.