viernes, 13 de enero de 2012

Reflexiones automotrices

Reflexiones automotrices

Hoy me di cuenta que tengo una suciedad en el carburador.

Mis conocimientos en mecánica automotriz son tan escasos,  que tengo que admitir que siento una efímera sensación de orgullo por haber llegado a ésta deducción.  Y digo efímera, por que inmediatamente recapacito, me siento, tomo un café y trato de poner todo en orden: me digo que un mecánico de verdad habría concluido que sería un “mugre” y no una “suciedad” lo que tendría ese carburador. Pero está bien; supongo que los términos exactos de la jerga propia de los talleres mecánicos no me van a desviar del tema, cuando  lo que quiero explicar es cómo un tipo que ni siquiera tiene licencia de conducción ha podido, después de un cuidadoso análisis, proferir  tal diagnóstico. Un tipo que nunca en su vida ha abierto una de esas puertas alrevesadas que protegen la maquinaria de los vehículos. Y entonces, mientras magnifico mi perspicaz descubrimiento y siento la satisfacción que debe sentir aquel alumno díscolo y haragán que por obra y gracia de quien sabe que fuerza superior ha logrado aprobar el examen final, de repente así no más me aterra y me causa un pavor escalofriante la certeza técnica de mi audaz descubrimiento: Tengo un “mugre” en el carburador. Apenas natural, pues a cualquiera le resultaría  completamente normal que el carburador de un modelo ochenta y uno haya acumulado alguno de estos “mugres” una, dos o dieciocho veces en su ya considerable tiempo de funcionamiento. No es ningún clásico claro está, pero hace rato dejó de ser un modelo codiciado.  Entonces, la tristeza de haber comprobado el desperfecto que agobia al desgastado carburador, me aterriza, me espanta y ya no me siento orgulloso cuando relato el sensato descubrimiento.
El carburador está diseñado para lograr la eficiente mezcla aire-gasolina que hará que el aparato marche; esto sin importar si el personaje a bordo del automóvil se dirige a su trabajo, a su casa, al bar de siempre con canciones viejas, a la pista de bolos o a la estación del tren donde verá por última vez a esa mujer que roba sus pensamientos cuando los ojos se abren por primera vez en la mañana. Al carburador poco le importa el destino de su dueño, ya que somos unos seres despreciables e invisibles para él, pues su función, como acabo de mencionar, es provocar la puesta en marcha por un efecto de explosión de combustible que desencadena una cuidadosa sinfonía de fenómenos mecánicos que se orquestan con el único propósito de que el usuario se desplace a prisa y muchas veces sin saber siquiera a dónde va, dentro de una concha de metal, vidrio y fibras soberbias que aíslan al conductor del resto de los humanos y le arrebatan la libertad de caminar a donde quiera. Nada de esto le importa a un carburador, al incomprendido, imprescindible y maltratado carburador. Pero resulta que el preciosísimo combustible del que precisa éste carburador es incapaz de producir una explosión, al menos en el sentido tradicional -ese que se refiere a la pirotecnia-. No. Éste combustible no es de esos, pero de seguro éste combustible sí que es capaz de desatar otros cientos de tipos de explosiones, unas del tamaño de Hiroshima; feroces y capaces de consumir todo aquello con que se atraviese en los caminos de su expansión en un destello de abrazo mortal infernal y otras, que apenas producen una llamita débil y pálida que ni siquiera calentaría  al dedo que se deslice sobre su triste y miserable fulgor. Entonces comprendo que el desperfecto, la suciedad, el mugre - cuántos nombres para algo tan grande y tan pequeño-  esa desavenencia que impide la obertura de aquella mágica sinfonía, no podría ser limpiado por un mecánico cualquiera; triste noticia para mí, pobre carburador. Su combustible escarlata en certeza, a veces tan amarillo que da gusto, azulado (a su lado) y de muchos otros colores, no basta para que funcione como debiera. Su desgastada maquinaria cumple apenas funciones básicas con una tristeza y soledad pasmosa, precisa la reparación que le dará el tiempo.

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